
El latín nos dejó enseñado que «
domus» era el nombre de la casa, del hogar, del sitio de residencia de las personas. De ahí que hablemos de «domicilio», en un sentido quizá algo más restringido pero respetuoso con la voz de origen, y de ahí también el adjetivo «
doméstico»: lo que afecta a la casa u ocurre dentro de ella. Decimos «
labores domésticas» para referirnos a las relacionadas con el cuidado de la casa y de sus residentes. Mientras la «
economía doméstica» comprende los gastos ordinarios que conlleva el sustento de los hogares, son «
animales domésticos» aquellos que viven en las casas o, en un sentido más amplio, los que –en oposición a los «salvajes»- se crían en compañía del hombre. Del antiguo uso de «doméstico» como ‘empleado que sirve en una casa’ quedan también residuos metafóricos como los «
domésticos» del ciclismo: los gregarios, los corredores que actúan al servicio del líder del equipo. Así que podríamos decir con toda propiedad que hasta aquí todo queda en casa. Pero ¿qué ocurre en el caso de los «
vuelos domésticos», tan mentados últimamente en la aviación? No son los avioncitos de papel que el niño lanza por el pasillo, sino los vuelos nacionales, en oposición a los internacionales. Lo mismo sucede cuando en política se habla de «
asuntos domésticos» en referencia a los que no rebasan las fronteras de un país. En ambos casos se trata de un «falso amigo» del
domestic inglés en su acepción de ‘nacional, interno, interior’, que el castellano debería evitar por innecesario y por equívoco.
(Publicado en 'Juego de palabras', del suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 7.9.06)