27 de febrero de 2012
NOMOFOBIA
Solo hay un vicio que supera en estupidez a la manía incontrolada de crear palabras nuevas : la manía de inventar enfermedades nuevas.
26 de febrero de 2012
Adjetivos a pares
Se
ve que la reforma laboral está llamada a coleccionar adjetivos. Primero la
anunciaron «completa, equilibrada y útil» (Fátima Báñez, ministra de Empleo);
luego fue «amplia y profunda» (Mariano Rajoy); más tarde, aunque dicho por lo bajinis,
«extremadamente agresiva» (Luis de Guindos, ministro de Economía); y,
finalmente, «justa y necesaria» (Rajoy otra vez). De todas las clases de
palabras, el adjetivo es la que ofrece más cauce a lo subjetivo, la más
valorativa, la más apta para modalizar el discurso y cargarlo de expresividad,
generalmente a cambio de sembrar la confusión entre los oyentes. Decía Pla que
en toda su vida no había hecho otra cosa que andar detrás de los adjetivos
hasta encontrar el exacto para cada nombre. El político va en la dirección
contraria: lo que busca en el adjetivo no es la exactitud, sino la vaguedad. Y
si es preciso, por partida doble. Llama la atención la tendencia del lenguaje
político a emparejar adjetivos en fórmula fijas del estilo «puro y duro» (ya no
hay nada «puro» que no parezca obligado a ser también «duro», como si lo uno
tuviera que llevar a lo otro), o «claro y contundente» (¿acabaremos diciendo
que el agua o la luz son «claras y contundentes»?). Ahora le ha tocado a
la reforma, que al decir de Rajoy es «justa y necesaria»: otra pareja de hecho
en la neolengua de los tópicos. A nadie se le escapa la raigambre litúrgica de
la expresión, que no apunta tanto a la exactitud planiana como a la idea de
firmeza, de convicción y de seguridad. Tal vez hubiera bastado con calificar la
reforma de «necesaria», un adjetivo que se acerca a la verdad. Pero, ¿cómo no
añadirle ese dudoso «justa», que parece ir en el lote y de paso la legitima y
le otorga dignidad?
23 de febrero de 2012
20 de febrero de 2012
18 de febrero de 2012
Iconos, íconos, ídolos
Una
nueva categoría en el desconcertante universo de la fama: el «icono». Parece
ser que la alcanzan las personalidades destacadas en un área de actividad
(«Antoni Tàpies, icono del arte abstracto», reza un titular de prensa),
aclamadas por un público numeroso («Murió Whitney Houston, un icono de la
música pop», se puede leer en otro) o representativas de una corriente, estilo,
tendencia o valor («Montaigne, icono de la libertad», según otro). Pero no es
ese el significado de «icono» (o «ícono», en pronunciación esdrújula también
admitida por la RAE). De referirse en origen a las figuras religiosas del arte
bizantino, el término «icono» pasó a
designar otras imágenes y signos, y en particular aquellos que la Semiología
clasifica agrupados bajo un rasgo común: la semejanza con el referente. Así,
los «iconos» se oponen a los «símbolos» puesto que, mientras los primeros se
parecen a la cosa representada (como ocurre en las señales de tráfico donde
aparece la silueta de un caminante para advertir de un paso de peatones, o en
las figuras del ordenador donde el dibujo de una pluma remite a una aplicación
de tratamiento de textos), en los segundos esa relación es arbitraria. Así pues,
con este nuevo uso de «icono» asistimos a la anomalía semántica de que una
palabra invada el terreno de otra con significado opuesto. Un cantante famoso,
un escritor clásico o un pintor de primer orden pueden ser «símbolos», o, si se
prefiere, «emblemas», «figuras», «divisas» o «ejemplos» de aquello con lo que
se les relaciona. Pero de ningún modo «iconos», por muy admirados que sean. Y
si de veneraciones hablamos, para eso está mejor «ídolo», de fonética tan
cercana: 'persona o cosa amada o admirada con exaltación'.
15 de febrero de 2012
La sintaxis lastimada
Cuando las consecuencias del desaguisado llegan hasta la sintaxis, es que la cosa tiene poco arreglo.
11 de febrero de 2012
Ser muy de
Conversan dos jóvenes sobre cine, y uno dice: «Soy muy de
Almodóvar, pero 'La piel que habito' me ha aburrido». Quiere decir que le
gustan las películas del escritor manchego, pero parece como si a través del
giro «ser muy de» convirtiera su preferencia en señal de identidad más allá de
un simple gusto o de una afición. No deja de ser curioso el éxito de esta
fórmula coloquial de tan corto tiempo de vida, que hoy encontramos a todas
horas para sustituir a verbos de costumbre («no soy muy de levantarme pronto»,
«soy mucho de ir en autobús», en vez de «suelo», «estoy habituado», «frecuento»
o «acostumbro») y de preferencia («soy mucho de ropas oscuras», «no soy muy de
verduras», en vez de «me gustan», «me inclino por», «prefiero») o sustituyendo
a construcciones atributivas con adjetivo del tipo «ser devoto (o partidario) de»,
«ser aficionado a» o «ser dado a». El giro, que recurre indistintamente a los
adverbios «mucho» y «muy» aunque a veces puede presentarse sin ninguno de los
dos, prefiere la primera persona del verbo sobre la segunda y la tercera y se
emplea más en el modo negativo que en el afirmativo. Da la impresión de que el
hablante, a la vez que se describe manifestando sus inclinaciones o sus fobias,
trata de atenuar eufemísticamente esa toma de postura mediante el recurso a la
litotes: el viejo procedimiento de negar una cosa para afirmar la contraria. El
agnóstico dice «no soy mucho de rezos» y el abstemio «no soy muy de beber». El
mal estudiante reconoce que no es mucho de hincar los codos. Y el ecologista,
que no es muy de conducir coches. Si bien se mira, son hermosas declaraciones de
tolerancia.
9 de febrero de 2012
8 de febrero de 2012
Concurso de traslados
Entre las ofensas al orden lingüístico a las que nos tiene
acostumbrados el lenguaje de la política se encuentra el uso del verbo
«trasladar» con el sentido de «transmitir». Es cierto que en ocasiones pueden
actuar como sinónimos y que nada impide decir de alguien que «ha trasladado» a
otro el mensaje recibido de un tercero («los sindicatos trasladaron a la
patronal la decisión de la asamblea»); pero al hablar de las comunicaciones
directas y normales entre un emisor y un receptor es preferible «transmitir».
Por alguna extraña razón «trasladar» se ha convertido en una de esas palabras
magnéticas que afloran a cada paso en boca de nuestros representantes, y que la
prensa difunde con un entusiasmo digno de mejor causa. Estos días hemos podido
leer enunciados del tipo «la Diputación traslada a los ayuntamientos que no
puede aplazar su deuda» o «el alcalde trasladó al vecindario que no podrán
realizarse las obras». En ambos casos el complemento directo ya no está ocupado
por un nombre sino por una oración, lo cual aconseja recurrir a cualquier otro
de los muchos verbos de comunicación que tanto abundan en nuestro léxico:
decir, informar, expresar, declarar, anunciar, advertir, indicar, opinar,
manifestar, etcétera.
Sin embargo la fuerza de las modas es arrolladora, y «trasladar» se está imponiendo incluso en casos donde desaparece la mención del destinatario mediante el correspondiente complemento indirecto: «el comité de empresa ha trasladado que los paros continuarán indefinidamente», «Criado ha trasladado que este lunes es un día triste para los vilalbeses». Tanto traslado acaba mareando; con lo sencillo que sería limitarse a «decir» las cosas.
7 de febrero de 2012
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