7 de febrero de 2011

Traer sin cuidado

«A mí, plin», dice la expresiva aliteración para expresar la indiferencia del hablante ante un hecho o unas palabras ajenas. Como el idioma español es rico en fórmulas coloquiales que reflejan el desentendimiento, hay quienes han llegado a la conclusión de que los hispanohablantes somos de natural despreocupado, flojo e indolente. Las palabras ajenas «nos entran por un oído y nos salen por otro», vemos pasar los acontecimientos «como quien oye llover» y disponemos de un amplio repertorio de metáforas para indicar cuándo algo no nos afecta: esto nos importa «un rábano», aquello nos importa «un pito», eso otro nos importa «un bledo». Esta especie de ataraxia, a medio camino entre la entereza estoica y la abulia egoísta, encuentra también su reflejo en ciertas acciones figuradas que se encomiendan a dos verbos: «traer» y «pasar». Decimos que «nos trae sin cuidado» todo aquello que no despierta nuestro interés, que nos «trae al pairo» –es decir, como la nave que permanece quieta en medio de la mar en calma- o, más groseramente, «nos la trae floja». Por su parte, el verbo «pasar» (solo o con adverbios como el altivo «olímpicamente") subraya la voluntad expresa del indiferente de no participar en el juego, de permanecer ajeno a las provocaciones o los envites de la realidad exterior. Pero donde «pasar» adquiere una definitiva carga de desdén y menosprecio es al ir acompañado de complementos anatómicos del tipo «por la entrepierna» o «por el arco del triunfo». No es extraño, pues, que en esta carrera hacia la cruda expresividad hayamos podido oír en la calle a alguien que decía: «eso me entra por un huevo y me sale por el otro». Más tajante, imposible.

6 de febrero de 2011

Diminutivos navarros

Como la mayoría de mis paisanos, empleo mucho el -ico. El diminutivo, quiero decir. Aunque estoy acostumbrado a cambiar de registro, cuando salgo fuera me descubro a menudo pronunciando ese sufijo delator que tanta gracia hace por ahí. No lo puedo evitar. Consigo ocultar los localismos, abstenerme de caer en condicionales del tipo «si estaría» y racionar al máximo los «pues» al final de pregunta. Pero el -ico me sigue a todas partes y en cuanto bajo la guardia me irrumpe en la boca para ponerme en evidencia. Creo que, después de tanto esfuerzo en vano por quitármelo de encima como quien trata de sacudirse el pelo de la dehesa, he llegado a la resignada conclusión de que tampoco es tan mala compañía. Tiene su encanto, ¿no creen? Un poco pueblerino sí que suena, pero desde que supimos que también lo usan los colombianos, y los cubanos, es como si hubiera adquirido un aire más interoceánico y cosmopolita. Así que su empleo en pequeñas dosis puede resultar hasta enriquecedor. Sobre todo cuando da cauce a la expresión de los afectos, como una palmadita cariñosa en el hombro del sustantivo, como una sonrisa dibujada en la estela de los epítetos o de los adverbios. Sí, los diminutivos con sabor local tienen su punto. Pero antes de que los profesores de lengua recorten este artículo para triturarlo en la clase de comentario de texto, déjenme advertirles que esto no es un elogio de los icos a discreción. Al contrario, me sulfura oírlos usados como estandartes identitarios, como gritos de pertenencia, como emblemas de adhesión al terruño. Hablar de navarricos, esparraguicos, txistorricas o pamplonicas puede estar bien para dar un toque de color en las reuniones familiares o en las conversaciones de barra de bar, pero no tanto cuando se convierte en un acto de ostentación verbal con ribetes patrióticos. Háganme caso: no malgasten en fatuas retóricas ese tesoro dialectal. Resérvenlo para cosas pequeñas y simples como tomar un cortadico con los amigos. O jugar con los nieticos. O, qué sé yo, poner la última palabra en una columnica.

Publicado en Diario de Navarra, 5.2.2011

1 de febrero de 2011

Eufemismos



«Tras una larga enfermedad» es la fórmula eufemística con que el lenguaje del periodismo al uso elude la palabra «cáncer». Suele justificarse diciendo que los enfermos prefieren que sea así. Pero aquí hay una periodista de una pieza que reclamó su derecho a enfrentarse al cáncer a cara descubierta y sin tapujos verbales. Esa periodista acaba de morir. Descanse en paz.

MASA CRÍTICA

Cuando el lector oiga hablar de «masa crítica», no piense en una muchedumbre alborotada. El concepto se ha instalado en el repertorio de frases vacías de muchos políticos, traído de la sociología, que a su vez lo tomó prestado de la física. Es esta una ruta bastante común de ciertas palabras y sintagmas, que en origen presentan el significado objetivo de los tecnicismos, que luego caminan hacia cierta abstracción lindante con la ambigüedad, y que más tarde se vulgarizan sirviendo tanto para un roto que para un descosido. Piénsese, por ejemplo, en otro vocablo de moda: «resiliencia», tan exacta cuando se refiere a fenómenos físicos, adoptada después por la psicología de manera más borrosa, y ahora en boca de cualquiera que pretenda referirse a cualidades como el aguante, la fortaleza, la paciencia o el coraje frente a la adversidad. En su sentido de partida, la «masa crítica» es la cantidad mínima que se precisa para que un elemento o sustancia provoque una reacción nuclear en cadena. Por analogía, los estudios sociológicos se refieren mediante ella al número de personas necesario para que un fenómeno se desarrolle y crezca por sí solo. Evidentemente, en la mayoría de los casos ese número es fijado por aproximación: no es posible saber a ciencia cierta cuántos consumidores hacen falta para crear una moda en el vestir. Pero a menudo el político y el economista, y el periodista, tienden a usar «masa crítica» como sinónimo de «población», «colectividad» o «grupo de personas»: «El festival va dirigido a la masa crítica de amantes del cine»; «las nuevas medidas serán bien acogidas por la masa crítica de los estudiantes». No es esto. No está mal que la lengua de los políticos y con ella la de la calle, que la imita, busquen la exactitud de la jerga científica. El mal ocurre cuando la palabrería hueca devora a la precisión.