Hay frases que definen una época, y la de esta que nos ha tocado vivir es «con la que está cayendo». La habrán reconocido. Seguro que se les ha escapado alguna vez ese diagnóstico borroso de los tiempos, una cosa a medio camino entre el lamento y la sorpresa, entre la queja y el asombro. Es una frase incompleta, ya se habrán dado cuenta. Al artículo «la» le falta un nombre de compañía porque en realidad nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que se nos ha venido encima, si una lluvia intensa, una borrasca o un huracán de padre y muy señor mío. Pero en todo caso la elipsis apunta a una plaga bíblica de dimensiones bastante espectaculares, más allá del malestar pasajero. Al principio era una frase cautelar que advertía de la conveniencia de no cometer excesos ni embarcarse en aventuras arriesgadas mientras durase el ciclo de las vacas flacas. Algo así como que no estaba el horno para bollos, otra frase a la medida de la situación. Sin embargo, conforme las cosas han ido complicándose, la prudencia ha dado paso a la indignación y cada vez que «con la que está cayendo» aparece en el discurso es para anunciar un nuevo escándalo. Caen chuzos de punta y conforme la granizada arrecia más numerosa es la gente a la que pilla a la intemperie. Y la frase entonces anuncia la llegada de una comparación dolorosa y con ella de un agravio comparativo intolerable. En un lado de la balanza están las pérdidas de empleo, los recortes sociales, las ayudas denegadas y las negras perspectivas de futuro. En el otro, los despilfarros, las obras faraónicas, los sueldos y las dietas y las pensiones desorbitadas de gobernantes y directivos de cajas de ahorros. Indignarse no es coger una rabieta a la primera adversidad que se presente. Es percibir que en más de un caso alguien se permite saltar una barrera moral y también estética que antes no parecía tan importante. Por eso el «con la que está cayendo» precede a denuncias variopintas que tan pronto apuntan a la inauguración de un polideportivo fastuoso como al viaje a Japón de un expresidente regional o a la conversación sobre fútbol de Rajoy y Rubalcaba en la tribuna del desfile del 12 de octubre. A la luz del «con la que está cayendo» todo es hiriente, imperdonable, insultantemente obsceno, y hay en la pronunciación de la frase un intento desesperado de pedir, si no remedio, sí al menos cierta consideración con el desfavorecido que se agarra a ese argumento como última defensa. Ya que no parece haber remedio inmediato, al menos que se conserven las formas, que se observe algo de mesura en los signos externos, que las conductas no se salgan de quicio y que aquellos que no sufren en sus carnes los rigores de la crisis guarden ese silencio respetuoso que se guarda en los pasillos de los hospitales y al paso de los entierros. Con la que está cayendo, pedir eso no es pedir demasiado.
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14 de octubre de 2011
7 de diciembre de 2010
Un tirón de orejas

Gabino Ramos, que es autoridad en la materia por partida doble, propone dar un tirón de orejas a ciertos gremios. Aquí dejo el recorte de una entrevista en el Diario de Burgos:
—No parece que corran buenos tiempos para la oratoria política... Escuchándoles [a los políticos] da la impresión de que no suelen recurrir mucho al diccionario.
—No se puede generalizar, pero hay que reconocer que muchos de nuestros políticos son ‘semianalfabetos lingüísticos’. No creo que consulten muchos diccionarios.
—¿Qué me dice de los medios de comunicación?
—Creo que son aceptables, nada más. Deberían procurar hacerlo mejor, esforzarse por acercarse lo más posible al nivel de las personas cultas. Todos merecemos un tirón de orejas. Reconozco que es muy difícil ponerse delante de un micrófono y hacerlo siempre bien. Hay que ser indulgentes. La gran amenaza para nuestro idioma son esos programas que no quiero nombrar y que son el escaparate más espantoso de la zafiedad y de múltiples coces al diccionario.
(La foto, de Patricia)
5 de abril de 2010
Palabra de cine
Si nuestros mayores subrayaban las situaciones de la vida con frases extraídas del Tenorio o La vida es sueño, nosotros nos abastecemos de citas textuales de La guerra de las Galaxias o Lo que el viento se llevó. También en esto la cultura del cine ha desbancado a la del teatro. José Luis Borau ha dado fe de ello en su último libro: Palabra de cine. El realizador aragonés explica cómo las expresiones del celuloide han penetrado en el habla de la época más allá de lo que imaginábamos, hasta el punto de que ya no es posible exclamar «Nadie es perfecto» sin que al fondo se vislumbre la peluca de Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco, ni resistirse a la tentación de soltar un consolador «Siempre nos quedará París» para afrontar las adversidades como Humphrey Bogart en Casablanca, ni dejar de recordar a E. T. cada vez que alguien recuerda su hogar con un nostálgico «Mi casa». Tan hondo están muchas frases del cine instaladas en nuestro inconsciente, que a algunas les sucede lo mismo que a otras de origen literario: que el uso las ha pervertido. Y así, igual que Cervantes jamás puso en boca de su hidalgo aquello de «Con la Iglesia hemos topado», tampoco Ingrid Bergman dice al pianista «Tócala otra vez, Sam». El celuloide forma parte no sólo de nuestra memoria sentimental, sino de la memoria lingüística de varias generaciones. Unas decían cosas como «no te enrolles, Charles Boyer» o «a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre», y otras han incorporado a la comunicación cotidiana «Este puede ser el comienzo de una buena amistad», «¡Más madera!» o «Que la fuerza te acompañe». El idioma siempre se ha nutrido de los entretenimientos populares, desde los juegos de azar hasta la tauromaquia y desde las representaciones teatrales hasta el fútbol. El cine, como demuestra Borau en su libro, no podía faltar a la norma.
Publicado en el suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 27.03.2010.
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