6 de junio de 2011

A LO MEJOR

El extranjero que aprende español queda desconcertado ante la locución «a lo mejor». Entiende su presencia en expresiones del tipo «a lo mejor tenemos buen tiempo esta semana» o «a lo mejor se acaba la crisis», donde el cálculo se alía con el deseo y las dudas parecen inclinarse hacia la previsión jubilosa. Pero le cuesta comprender que una madre exclame, ante el retraso del hijo que ha emprendido viaje de vuelta a casa: «a lo mejor le ha pasado algo»; y queda igualmente desconcertado ante ese «a lo mejor me voy al paro» dicho por un trabajador que se enfrenta al incierto destino de su empresa. No es que este sea un idioma de madres desnaturalizadas y vagos irremediables. Es, simplemente, una de esas pintorescas herencias recibidas de un idioma que no siempre evoluciona de acuerdo con la lógica. En su día el «a lo mejor» se aplicó exclusivamente a las probabilidades favorables y a las menos malas dentro de un conjunto de opciones desfavorables. Poco a poco fue haciéndose con todo el ámbito conjetural del incierto «quizá» (de «qui sapit?», es decir, '¿quién sabe?'), sin reparar en el signo bueno o malo de la acción referida. Es más, el uso preferente de «a lo mejor» atañe a los hechos dolorosos, tristes o catastróficos y no a los satisfactorios. ¿Será que el castellano es una lengua de cenizos? ¿Guardará el genio del idioma algún resabio de amargura o de pesimismo que nos coge desprevenidos cada vez que sale a relucir en la frase? Para evitarlo en los vaticinios adversos, los hablantes porfiamos en sustituirlo por un artificioso «a lo peor» que no acaba de cuajar del todo aunque semánticamente resulte más indicado. Pero a lo mejor triunfa un día de estos. A lo mejor.