Una
nueva categoría en el desconcertante universo de la fama: el «icono». Parece
ser que la alcanzan las personalidades destacadas en un área de actividad
(«Antoni Tàpies, icono del arte abstracto», reza un titular de prensa),
aclamadas por un público numeroso («Murió Whitney Houston, un icono de la
música pop», se puede leer en otro) o representativas de una corriente, estilo,
tendencia o valor («Montaigne, icono de la libertad», según otro). Pero no es
ese el significado de «icono» (o «ícono», en pronunciación esdrújula también
admitida por la RAE). De referirse en origen a las figuras religiosas del arte
bizantino, el término «icono» pasó a
designar otras imágenes y signos, y en particular aquellos que la Semiología
clasifica agrupados bajo un rasgo común: la semejanza con el referente. Así,
los «iconos» se oponen a los «símbolos» puesto que, mientras los primeros se
parecen a la cosa representada (como ocurre en las señales de tráfico donde
aparece la silueta de un caminante para advertir de un paso de peatones, o en
las figuras del ordenador donde el dibujo de una pluma remite a una aplicación
de tratamiento de textos), en los segundos esa relación es arbitraria. Así pues,
con este nuevo uso de «icono» asistimos a la anomalía semántica de que una
palabra invada el terreno de otra con significado opuesto. Un cantante famoso,
un escritor clásico o un pintor de primer orden pueden ser «símbolos», o, si se
prefiere, «emblemas», «figuras», «divisas» o «ejemplos» de aquello con lo que
se les relaciona. Pero de ningún modo «iconos», por muy admirados que sean. Y
si de veneraciones hablamos, para eso está mejor «ídolo», de fonética tan
cercana: 'persona o cosa amada o admirada con exaltación'.
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