30 de agosto de 2006

CERÚLEO


Por fin encuentro una excusa para hablar de los Cuentos de cien palabras. De manera un poco intermitente, Jordi Cebrián va dejando en esa bitácora unos excelentes microrrelatos con historias imaginativas y turbadoras. Pero sus narraciones tienen otro mérito añadido: se ajustan rigurosamente a la medida que dice el título, o sea, a las cien palabras.

La última que ha publicado lleva el título de «Museo de Cera» y dice así:

Fue al Museo de Cera con sus amigos, charlando y riendo, posando junto a los famosos representados. Tras las salas de políticos, músicos y actores, llegaron por fin a la galería del terror, donde sombras y ruidos enmarcaban figuras siniestras de asesinos y verdugos. Entonces tocó con curiosidad la faz cerúlea de una bruja, y percibió que sus amigos le miraban fijamente, y le fotografiaban, y luego se reían, y salían de allí sin él, como si nunca le hubieran conocido. Y cuando quiso seguirles se notó inmóvil, mudo, y supo que su rostro expresaba horror, lo expresaría siempre.

Quizá alguien se haya fijado en que el autor habla de «la faz cerúlea de una bruja». No es el primero en usar el adjetivo «cerúleo» como ‘pálido, del color de la cera’, cuando en realidad significa ‘azul, del color del cielo’. Proviene del latín caeruleus (‘celeste’), que a su vez deriva de caelum (‘cielo’).

Ciertamente no es un vocablo de uso común. Ya en el siglo XVII Quevedo censuraba su empleo junto con el de otras palabras cultas por parte de Góngora, en el siguiente soneto que parodia el culteranismo del cordobés a base de rizar el rizo del hermetismo verbal:

Sulquivagante, pretensor de Estolo,
pues que lo expuesto al Noto solificas
y obtusas speluncas comunicas,
despecho de las musas a ti solo,
huye, no carpa, de tu Dafne Apolo

surculos slabros de teretes picas,
porque con tus perversos damnificas
los institutos de su sacro Tolo.
Has acabado aliundo su Parnaso;
adulteras la casta poesía,

ventilas bandos, niños inquïetas,
parco, cerúleo, veterano vaso:
piáculos perpetra su porfía,
estuprando neotéricos poetas.

Pero no nos remontemos tan lejos. Ilustres firmas de nuestra época han incurrido en la misma confusión. Veamos dos ejemplos.

El primero viene firmado por Francisco Umbral. El escritor vallisoletano, precursor de tantas iniciativas (aparte de la autopromoción editorial), publicaba en los años ochenta un especie de cuaderno de bitácora titulado La elipse. En su entrega del 13 de julio de 1987, que relataba precisamente una visita al Museo de Cera de Madrid, hay un párrafo donde se lee:

Durante mi visita he visto eso mayormente: colegiales y turistas, dos especies menores de edad que el día de mañana tendrán en la cabeza una empanada considerable sobre si Franco fue Rey, Emperador o qué. Ni los hagiógrafos como Ricardo de la Cierva habían llegado a tanto, aunque quizá es lo que se proponían: coronar a Franco, en cera, ofrecernos un Franco cerúleo y fascicular.

Años más tarde, Juan José Millás también entra en el museo y refleja sus impresiones en la crónica «Museo de Cera» (El País, 24.11.1996) a la que pertenecen estas líneas:

Allí está el pobre Enrique Tierno Galván condenado a compartir su existencia cerúlea con la posteridad agónica de José María Álvarez del Manzano. Apenas a unos metros, aparece un Felipe González con aspecto de revendedor de entradas para los toros cuya visión provoca un desasosiego semejante a la de un gusano de seda sorprendido en plena metamorfosis. También hay una familia real completamente polvorienta, como si la posteridad, en lugar de servirle de podio, le hubiera pasado por encima, y un Francisco Franco al que un niño que iba a mi lado confundió con un celador del museo: en eso van a parar los vigías de Occidente.

Al margen de obsesiones similares, nuestros tres escritores coinciden en el escenario escogido y en el uso anómalo del adjetivo cerúleo. Motivo suficiente para elevar a la RAE algunas propuestas sobre el particular:

a) La definitiva supresión de un epíteto tan raro, innecesario y pretencioso, que por otra parte sólo induce a confusión.
b) En sentido opuesto, la adición a la voz «cerúleo, -a» del significado ‘del color de la cera’.
c) El veto automático y vitalicio para su ingreso en la Docta Casa de todos los escritores que usen alguna vez «cerúleo», incluso si lo hacen correctamente. Por rebuscados. Por liantes.

3 comentarios:

Ander Izagirre dijo...

A mí me llama la atención "cerumen". Un intento de darle más dignidad a la desprestigiada cera de los oídos.

Y recuerdo la gracia que me hizo, en Buenos Aires, saber que existía el Museo de Cera de La Boca. (¿Querrían decir sarro?).

Anónimo dijo...

Pues tendría que haber sido un Museo de Cera de la Oreja. Un museo del Cerumen.

Anónimo dijo...

...si no fuera porque identifica un color concretísimo de acuarela; las casas más importantes incorporan en sus cartas de colores el azul cerúleo que, efectivamente, se utiliza para las partes más claras del cielo.