
Si nadie dice «antiguos maravedíes» ni «antiguos doblones», ¿por qué aplicar el adjetivo a otra moneda que también ha sido retirada de la circulación –aunque más recientemente- como es la peseta? Pero el sintagma parece condenado a perpetuarse. Se diría que nadie es capaz de hablar hoy en día de la unidad monetaria española del siglo pasado sin referirse a ella como «las antiguas pesetas». Como si existiesen unas «pesetas modernas» que hubieran venido a ocupar el lugar de las anteriores. El empleo enfático y redundante del epíteto tiene, sin embargo, una explicación de orden psicológico. Para algunos es la manifestación arrogante de menosprecio respecto de un tiempo pasado. Pero mucha gente acostumbra todavía a traducir a pesetas los precios en euros porque necesita la equivalencia para poder dar el valor exacto a las magnitudes medidas en la nueva moneda. Seiscientos euros son cien mil pesetas, treinta valen lo mismo que cinco mil. Esa operación mental no siempre se expresa en voz alta. Con mayor o menor esfuerzo, el viejo intenta disimular que sus escalas pertenecen a otra época, que no consigue ponerse del todo al día, que está condenado a cargar de por vida con una calculadora imaginaria que convierta los euros en pesetas y a la inversa. Pero otras veces la palabra «peseta» se nos escapa de la boca como una confesión delatora de pertenencia a un tiempo pretérito. Y entonces nos apresuramos a añadir «antiguas» para así parecer más actuales. Hay varias generaciones de españoles educados en la peseta que nunca lograrán desprenderse de su sombra, y para quienes el innecesario apéndice de «antiguas» ayuda a quitarse edad. Tal vez ahí esté la clave.
Publicado en el suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 10 octubre 2009.