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1 de febrero de 2011

MASA CRÍTICA

Cuando el lector oiga hablar de «masa crítica», no piense en una muchedumbre alborotada. El concepto se ha instalado en el repertorio de frases vacías de muchos políticos, traído de la sociología, que a su vez lo tomó prestado de la física. Es esta una ruta bastante común de ciertas palabras y sintagmas, que en origen presentan el significado objetivo de los tecnicismos, que luego caminan hacia cierta abstracción lindante con la ambigüedad, y que más tarde se vulgarizan sirviendo tanto para un roto que para un descosido. Piénsese, por ejemplo, en otro vocablo de moda: «resiliencia», tan exacta cuando se refiere a fenómenos físicos, adoptada después por la psicología de manera más borrosa, y ahora en boca de cualquiera que pretenda referirse a cualidades como el aguante, la fortaleza, la paciencia o el coraje frente a la adversidad. En su sentido de partida, la «masa crítica» es la cantidad mínima que se precisa para que un elemento o sustancia provoque una reacción nuclear en cadena. Por analogía, los estudios sociológicos se refieren mediante ella al número de personas necesario para que un fenómeno se desarrolle y crezca por sí solo. Evidentemente, en la mayoría de los casos ese número es fijado por aproximación: no es posible saber a ciencia cierta cuántos consumidores hacen falta para crear una moda en el vestir. Pero a menudo el político y el economista, y el periodista, tienden a usar «masa crítica» como sinónimo de «población», «colectividad» o «grupo de personas»: «El festival va dirigido a la masa crítica de amantes del cine»; «las nuevas medidas serán bien acogidas por la masa crítica de los estudiantes». No es esto. No está mal que la lengua de los políticos y con ella la de la calle, que la imita, busquen la exactitud de la jerga científica. El mal ocurre cuando la palabrería hueca devora a la precisión.

28 de diciembre de 2009

PLACEBO


El lenguaje especializado de la medicina penetra fácilmente en el habla común. Desde los nombres de las enfermedades hasta las denominaciones de los fármacos, hay un amplio repertorio de vocablos que ya no sólo forma parte de nuestro registro habitual, sino que abastece también nuestras metáforas. Así ocurre con el «efecto placebo», usado para aquellos remedios que actúan por simple sugestión. Para la medicina, el placebo es un fármaco sin principios activos que se administra a los enfermos reales o imaginarios haciéndoles creer en unas propiedades de las que carece. Es el cerebro del paciente, y no la sustancia administrada, el que transmite al organismo la orden de curación. Los antiguos galenos ya conocían el procedimiento, al que se le llamó «mica panis»: una simple miga de pan con apariencia de medicamento que, convenientemente disimulada, ayudaba a los enfermos más aprensivos a sanar por sí solos. De ahí el término «placebo», primera persona del singular del futuro del verbo latino «placere» (complacer, dar gusto a alguien). «Te complaceré», promete el falso fármaco. «Te haré creer que estás curado, y eso te ayudará a curar». El procedimiento opuesto a éste es el conocido desde tiempos remotos como «dorar la píldora». Muchas medicinas resultaban repugnantes por su olor o por su sabor, lo que provocaba el rechazo de los enfermos. A fin de que la ingestión fuera menos desagradable, la píldora era coloreada o bañada en dulce («dorada»). Fuera del ámbito médico, dorar la píldora significa hoy presentar como grato o por lo menos como llevadero lo que comporta dolor, sacrificio o daño. Tal vez el éxito de ambas expresiones tenga algo que ver con estos tiempos de apariencias e imposturas en los que nada es lo que parece y vamos continuamente de los placebos a las píldoras doradas, y a la inversa.

Publicado en el suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 26.12.09