Hablar español es de pobres. Lo ha vuelto a decir Salvador Sostres, un conocido columnista catalán, que ya expresó esta opinión hace cuatro años en un artículo donde mostraba una lista de países hispanohablantes y de sus bajas renta per cápita. En cambio, Islandia, Noruega o Suecia, «donde se hablan lenguas minoritarias como la catalana», presentan unos indicadores económicos muy superiores. Un argumento aplastante. Ahora Sostres ve confirmada su teoría con nuevos datos de la realidad. En un reciente
comentario de su
blog trae el ejemplo de Brasil, «el único país en emergencia de aquella zona que no tiene la lengua española como propia» y que «va a organizar unos Juegos olímpicos después de haber derrotado a Madrid». Y, ya puesto, da otro paso adelante y afirma que el castellano no sólo es cosa de pobres, sino «de gángsters». La prueba: esa «insólita colección de dictadores y mafiosos como Castro, Chávez o Zelaya, que hablan todos español». ¿También eso es casualidad?, se pregunta el periodista convencido de tener toda la razón. Aunque admite que el español tiene «la mejor literatura del mundo», lo cierto es que «allá donde se habla español, las cosas no funcionan». Necesitamos personas como Sostres. La filología comparada, la sociología y el derecho penal deben estar agradecidas a estos talentos, los únicos capaces de desvelarnos las secretas conexiones entre idioma y miseria, entre las lenguas y el delito. Ya saben: si hablan español, aunque no se hayan dado cuenta llevan dentro un mendigo y a la vez un tipo con metralleta dispuesto a cualquier cosa. Cuidado con lo que dicen.