Según cuentan los propagadores de leyendas urbanas, el nombre de la marca Zara fue producto de la casualidad. Lo que Amancio Ortega quería registrar en la oficina de patentes era otro término de fonética semejante, también con las letras z y r, pero se encontró con que ya estaba ocupado. Así que fue buscando posibles combinaciones de vocales hasta dar con zara, una palabra aún sin dueño quizá debido a su simpleza. O porque ya se llamaban así unas pastillas de regaliz envasadas en cajitas que competían en vano con las viejas juanolas de tan grato recuerdo. Pero Ortega se arriesgó. Al fin y al cabo, dado que sus ropas estaban pensadas para gente joven, tal vez la asociación mental con las golosinas diera sus frutos. Y vaya si los dio. El emporio Inditex ha alcanzado tal volumen que no sólo nadie discute ya el acierto en la elección de aquel nombre comercial, sino que a partir de él se ha creado una especie de etimología retroactiva que conduce hasta ‘Zar’, que es lo mismo que emperador. Pues bien, el imperio del nuevo zar no se contenta con ejercer su poderío en los escaparates de medio mundo y sobre los anhelos consumistas de media Humanidad. Pretende ahora dominar también en el incontrolable universo de las palabras. En una localidad turca que lleva el nombre de Zara desde ocho siglos atrás hay varios comercios y pequeñas empresas cuyos rótulos lucen ese topónimo usado como marca comercial. Hace pocos días se ha sabido que la Zara hegemónica, la gallega, ha emprendido acciones ante los tribunales para impedir que los vecinos y originarios de la Zara turca hagan uso mercantil de su propio nombre. En cualquier rincón del mundo abundan las empresas, industrias y tiendas de todo tipo que se identifican con el nombre del pueblo donde están emplazadas. A sus dueños se les podrá acusar de chovinismo o de falta de imaginación, pero en modo alguno de apropiación verbal indebida. Si sometiésemos a las dos Zaras al dictamen de la cultura en su sentido tradicional, probablemente el pequeño pueblo de Anatolia se impondría sobre el logotipo, más transnacional que gallego, de la marca textil. En su defensa acudirían los valores del patrimonio histórico, de la transmisión por herencia, del derecho consuetudinario y de la pura y simple cronología. Pero la cultura de nuestro tiempo se rige por otros principios. La propiedad intelectual no corresponde al primer inventor, sino al más grande. El plagiario no es el que viene detrás, sino el pequeño, el subalterno. Y así se da la paradoja de que ochocientos años de memoria deben humillarse ante veinte años de lucrativa prosperidad. Donde hablan los zares han de callar los súbditos. Y todavía algunos se preguntan quiénes mandan aquí.
Publicado en El Correo, 26.1.08, y en El Norte de Castilla, 27.1.08.
4 comentarios:
Conozco a un hombre apellidado Barberena que tenía una bodega, que vendía vinos con su apellido y que recibió una denuncia de las bodegas Berberana.
Hay un Carlos Sobera en Argentina que tiene una tienda de electrodomésticos, lleva años con ella, muchos más de los que el Carlos Sobera de Bilbao lleva en el candelero. Pues bien, el bilbaíno le arrebató su dominio en la red. Y total, para nada, porque al principio del mundo Internet, cuando el Carlos Sobera de aquí no se coscaba de nada, se permitió el lujo de dejar sin contenidos ese dominio. El argentino no quiso hacer negocio, sino que se comportó como buen moderno, creó el dominio y colgó sus lavadoras y ventiladores.
Recuerda al famoso litigio entre la marca americana de cerveza Budweiser y la checa del mismo nombre, tomado de la localidad donde se produce.
Otro caso más: la norteamericana Universal intentando impedir judicialmente a los transilvanos la utilización del nombre de Drácula como reclamo turístico.
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