
Hubo un tiempo en que a los profesores de literatura nos dejaban enseñar literatura, así que todavía podíamos permitirnos uno de los mayores lujos del oficio: leer a nuestros alumnos los poemas de Ángel González. Había uno que gustaba especialmente a casi todos los estudiantes; era el que empieza con estos versos: «
Si yo fuera Dios / y tuviese el secreto / haría / un ser exacto a ti...». Se trataba de
Me basta así, una hermosa declaración de amor, bastante a la medida de los adolescentes que a partir de ese reclamo empezaban a interesarse por aquel hombre barbudo, con gafas gruesas, ovetense aunque con acento nada asturiano que había vivido muchos años entre España y Albuquerque, Nuevo México. Sin discusión, uno de los grandes poetas de la segunda mitad del siglo XX. Un hijo de la guerra que arrastraba consigo la rabia de aquella catástrofe pero transformada en energía poética. Porque ya desde
Áspero mundo su manera de entender la rebeldía y el compromiso mediante la palabra se había alejado decididamente del panfleto.
La suya era una escritura tejida de «
la enloquecida fuerza del desaliento» por un lado pero de una sutil e inteligente ironía por otro. Pese a los diversos cambios que experimentó su poesía a lo largo de los años, hay en toda ella un tono inconfundible, un toque especial que a quien esto escribe siempre le ha parecido consecuencia de su profunda humanidad. Como Machado, huyó siempre de la épica y de la retórica grandilocuente, esos lastres que han malbaratado a tantos buenos poetas. Aun en sus libros más comprometidos como
Tratado de urbanismo supo transformar la conciencia histórica en sentimiento, un sentimiento que se resumía en «
este miedo difuso, / esta ira repentina, / estas imprevisibles / y verdaderas ganas de llorar». O en un humor sarcástico que no impedía la expresión tierna, afectuosa y directa. No es que Ángel González fuera un poeta sencillo. Lo que ocurre es que era un hombre cercano, y además dotado de un don singular para transmitir esa cercanía a sus poemas por más que escribir un poema —sentenció una vez― sea tan inútil como «
marcar la piel del agua».
Ángel González ha dejado en esta orilla ochenta y dos años muy bien empleados, entre versos y entre amigos, entre lecciones y farras.
Desaparece uno de los últimos representantes de la fecunda generación de los 50, esa quinta —Barral, Goytisolo, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez― que se nos ha ido muriendo poco a poco con las copas puestas y al grito de «que nos quiten lo bebido». El vitalismo amargo y a la vez jovial de Ángel González tal vez no deje una escuela poética tras de sí porque hay voces difíciles de imitar, pero continuará vigente como todas las voces verdaderas que nos siguen sirviendo para entender el mundo o por lo menos para hacerle frente. Incluso cuando apenas «
quede quizá el recurso de andar solo, / de vaciar el alma de ternura / y llenarla de hastío e indiferencia / en este tiempo hostil, propicio al odio».
Publicado en Diario de Navarra, 13 enero 2008.