En los últimos tiempos parece que en el parqué de las palabras la decencia es un valor al alza. Unos y otros dicen aspirar a «un país decente» donde se oiga la voz de «las personas decentes», en que las acciones de los políticos vengan dictadas por «la decencia» y sea también «la gente decente» quien imponga su voluntad sobre el resto (es decir, los carentes de decencia o «indecentes»). No estaría mal si antes alguien se tomase la molestia de definirnos el término. Pese a su solera, «decente» y «decencia» nunca han tenido un contorno semántico preciso. Es cierto que «decente» está muy próximo al concepto de honradez y al de dignidad: se consideraba decente a la persona incapaz de cometer acciones ilícitas, inmorales o impropias. Pero como lo honrado se asociaba a lo honesto (es decir, el comportamiento sexualmente correcto según la moral imperante en cada caso), perdura aún en «decente» un poso de conservadurismo venéreo y amatorio que crea confusión. «Esta es una casa decente», decían nuestros mayores para ahuyentar el escándalo. Al mismo tiempo, consideraban que «poner decente» la casa (o sea, «adecentarla») era someterla a una cuidadosa operación de limpieza. ¿De qué decencia nos hablan, pues? ¿La del honor, del pudor, de la escoba? Entendemos por «decente» también aquello que está dentro de unos límites razonables y que cumple unas condiciones mínimas de aceptabilidad (un libro decente, un sueldo decente). Así las cosas, resulta harto difícil determinar con precisión qué pueda ser la «gente decente» y qué requisitos deban cumplirse para obtener el carné de tal.
Publicado en el suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 28.3.07.
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