
Últimamente los clubes de fútbol acostumbran a adjudicarse el título de «instituciones». Un presidente critica a sus jugadores más zánganos y levantiscos porque «están manchando el buen nombre de la institución». Al entrenador de otro equipo le preocupa que «los aficionados no apoyen a la institución». Puesto por escrito suele ser «la Institución», con mayúscula. O sea, como el Congreso de los Diputados, la Universidad Complutense o la Casa Real. Se trata, claro está, de un eufemismo. El universo del fútbol es insaciable. No contento con apropiarse de las emociones populares, con dominar las parrillas de televisión, con hacer de sus estrellas unos ídolos más venerados que el santoral al completo, pretende también hacerse dueño del idioma. Hasta hace poco las relaciones entre el lenguaje y el deporte del balompié se limitaban a unas cuantas aportaciones metafóricas de éste al registro coloquial, desde «estar en fuera de juego» hasta «casarse de penalti», desde «meter un gol» a alguien hasta «echar balones fuera». Ahora el fútbol trata de ennoblecerse llamando «instituciones» a los que antes eran sociedades, clubes, equipos o, más recientemente, «entidades». Pero una institución es un «organismo que desempeña una función de interés público, especialmente benéfico o docente». Aunque una malhadada ley de 1997 concediera a determinados encuentros deportivos el rango de «acontecimiento de interés general», de ahí no se deriva necesariamente que los clubes sean organizaciones fundamentales del Estado o cumplan funciones de interés público. O tal vez sí. Cualquiera sabe.
(Publicado en 'Juego de palabras', del suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 31.1.07)