En su origen, la mayoría de las cajas de ahorros eran también «montes de piedad»: instituciones de préstamos pignoraticios a interés bajo con fines benéficos. Poco a poco dejaron de ejercer esta función hasta llegar a los tiempos actuales, donde prácticamente desarrollan las mismas actividades que los bancos aunque con estatutos distintos. Tal vez por eso tienden a denominaciones comerciales más escuetas donde ha desaparecido el complemento «de ahorros» y el resto ha quedado desdibujado dentro de un sintagma sin preposición (Caja Segovia, Caja Murcia), en ocasiones reducido a un nuevo término compuesto (Cajastur, CajaCanarias) u oculto bajo unas siglas (CAI, CAM, CCM). El hablante normal ya no va a hacer sus operaciones a la caja de ahorros, sino simplemente «a la caja». Pero las informaciones económicas han vuelto a poner de actualidad a estas entidades, y ahora nombradas con todas sus letras. ¿Con todas? No exactamente. Aunque su nombre oficial es el de «Cajas de Ahorros», el lenguaje del periodismo y de la política tiende a suprimir el plural del segundo elemento: «Cajas de Ahorro». Esta costumbre no pasaría de ser una curiosidad, uno de los muchos caprichos de las modas en la lengua hablada, si no fuera porque en singular sólo se dice «Caja de Ahorros», con lo que la decisión de los hablantes deja de ser una rareza para convertirse en un misterio. Nada justifica que se prefiera «Caja de Ahorros» sobre el inexistente «Caja de Ahorro», y en cambio en el plural la preferencia se invierta, contra toda lógica: «Cajas de Ahorro» frente a «Cajas de Ahorros». No pierda el tiempo el lector en buscar una explicación. No la hay. Tampoco los cimientos del idioma se van a resentir por anomalías tan insignificantes, pero también tan llamativas. Vienen a recordarnos que las lenguas nunca se dejan sujetar del todo por las reglas y a veces emprenden vuelo buscando vientos de libertad.
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