28 de julio de 2008

EXCLUSIVO


Entre los tópicos de la persuasión publicitaria, el de la distinción siempre ha tenido un fuerte peso. No importa de qué producto se trate. Un automóvil, un bolígrafo, una línea de electrodomésticos o un surtido de embutidos atrapan más fácilmente al consumidor si se los presentan asociados con connotaciones de elegancia, refinamiento o buen gusto. Pero de un tiempo a esta parte los reclamos que apuntan a la necesidad de ser alguien, de sentirse un distinguido VIP y ser tratado como persona de alcurnia, están recurriendo a un discutible término: el epíteto «exclusivo». Nos ofrecen relojes exclusivos, televisores exclusivos, hoteles exclusivos. No es que sean piezas únicas ni que estén expresamente reservadas para nosotros y nadie más –que eso y no otra cosa significa el adjetivo en cuestión-, sino que se presentan como algo selecto, destinado a gente de buen gusto o alta posición. «Un exclusivo portátil para profesionales como usted», ofrece una marca de ordenadores. Y otra de productos de higiene: «cepillo dental con un exclusivo limpiador de lengua». La fascinación de «exclusivo» consiste en crear en el receptor la ilusión de la diferencia (aunque lo anunciado sean «miles de juegos de cocina exclusivos que sorteamos entre nuestros clientes»), rescatado de la insufrible vulgaridad en que se mueven nuestras anodinas vidas merced al consumo de un producto determinado. Pero se trata de un anglicismo incorrecto. O tal vez fuera más exacto hablar de un esnobismo lingüístico, de una de esas palabras de la neolengua que triunfan gracias a la humana necesidad de aparentar lo que no se es.

Publicado en 'Juego de palabras', del suplemento cultural 'Territorios' de El Correo.
(La foto, de Monocromo)

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