«Eso
son palabras mayores», decimos para indicar que la conversación ha entrado en
terreno delicado, o que el asunto del que se trata es serio, formidable o fuera
de lo común. Aunque al decirlo atribuyamos la magnitud a las palabras, lo que
verdaderamente queremos poner de relieve son las realidades a las que estas
designan. Pero no siempre ha sido así. Antiguamente solo se llamaba «palabras
mayores» a las que contenían insultos, agravios o injurias graves contra
alguien. Las cinco palabras mayores que obligaban por ley a la rectificación
eran, según recoge Sebastián de Horozco en el Libro de los proverbios
glosados (1580), «gafo» (gafo es lo mismo que leproso, y de ahí «gafe», por
asociación de prejuicios), «sodomítico», «cornudo», «ladrón» y «hereje». Eso,
para los hombres. En cuanto a la mujer, todo quedaba concentrado en una sola
palabra mayor: «puta». La literatura del Siglo de Oro ofrece testimonios
abundantes de los efectos que causaban estas «palabras mayores» al presentarse
en las discusiones. Es lo que se llamaba, y aún se llama, «pasar a mayores». De
hecho, había una especie de gradación en el encono que empezaba en el simple
intercambio de palabras, seguía por las «palabras mayores» y podía acabar en el
«más que palabras» («llegando a las manos y diciéndose palabras mayores, y tan
grandes, que alcanzaron a los maridos; y sacando unos con otros las espadas,
comenzó una batalla de comedia», relata Vélez de Guevara en El diablo cojuelo, de 1641). Desvanecido hoy el sentido injurioso del sintagma, las «palabras
mayores» avisan de que se acabaron las bromas, de que toca tomarse las cosas en
serio, de que hay que andarse con pies de plomo.
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