¿Quién no ha leído alguna vez alabanza de alguien que se
presenta como un «dechado» de talento, de belleza o de honradez? Aunque sea un
sustantivo en retirada, todavía conserva cierto aire de nobleza léxica a tono
con la idea de ejemplaridad que transmite. De ahí que en su uso más común vaya
acompañado del complemento «de virtudes», una forma tópica de destacar la
excelencia de personas consideradas superiores en el orden moral. Se suele
creer erróneamente que el «dechado» remite a la abundancia (tal vez por el
recuerdo fonético de verbos como «echar» o «derrochar»): un «dechado de
virtudes» sería así el que reúne cualidades en grado sumo y en mucha cantidad,
algo parecido a un compendio o un resumen. Sin embargo «dechado» tiene un
sentido más cualitativo. Proviene del sustantivo latino «dictatus», procedente
a su vez del verbo «dictare». El «dictatus» era el «dictado», el texto que los
maestros dictaban a los alumnos para que memorizaran frases sabias o retuvieran
las lecciones de alguna disciplina, y de paso para hacerles aprender la
ortografía. Con ese fin el maestro escogía escritos dignos de imitación: de ahí
que «dictatus» pasara a equivaler a «ejemplar» o «modélico». Durante varios
siglos el castellano empleó la voz evolucionada «dechado» con este sentido, incluso
sin necesidad de complementos. Bastaba decir de alguien que era un «dechado»
para situarlo un pedestal. A veces el elogio venía reforzado en formas como
«dechado y modelo», «dechado y prodigio» o «dechado y ejemplo», registradas
desde la Edad Media. Hoy el término admite también modelos negativos («dechado
de defectos», «dechado de vicios»). Es el signo de los tiempos.
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