Es tal vez el miedo a la muerte lo que empuja a decir
«cuerpo» en lugar de «cadáver», a modo de eufemismo suavizador de la tragedia
cuando se trata de informar del rescate de unos ahogados o del hallazgo de las
víctimas de un accidente. No hay en ello ninguna incorrección: el DRAE recoge
esa acepción de «cuerpo» en el decimotercer lugar de las suyas. Pero conviene
evitarla, puesto que si por «cuerpo» se entiende el 'conjunto de los sistemas
orgánicos que constituyen un ser vivo', la idea de un cuerpo muerto tiene algo
de desafío a la lógica. Hay quienes explican ese paradójico uso del término
como reflejo de las creencias que conciben la vida como unión de alma y cuerpo.
Sin embargo es más probable la hipótesis del rechazo. El vocablo «cadáver»
resulta crudo, agresivo, inquietante. Incluso la etimología ha creado en torno
a él una especie de leyenda macabra que atribuye su origen a la expresión latina
«caro data vermibus», es decir: 'carne dada a los gusanos'. Una explicación
escatológica que parece obra de algún seguidor de Tomás de Kempis aficionado a
los juegos verbales. No hay obra literaria, inscripción fúnebre ni texto
histórico alguno que documente la frase ni mucho menos el supuesto acrónimo. En
cambio el latín nos ha legado un sinfín de palabras con la base léxica «cad»
del verbo «cadere» ('caer'), tantas veces sinónimo de morir: «caído»,
«decadencia», «caduco», etcétera. «Cadáver» es una de ellas, aunque haya pasado
de transmitir la dulzura de los eufemismos a provocar el escalofrío de los
tabúes. ¿Hay alguna forma de ahuyentarla sin caer en las confusiones que puede
provocar «cuerpo»? Una sola: decir «cuerpo sin vida» y tocar madera, por si
acaso.
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