El lenguaje nos juzga, escribió una vez Francisco Umbral. Una máxima que muchos escritores deberían llevar anotada en la frente para no olvidarla, y que Umbral aplicó a su vida y su labor por encima de todo. Quizá lo mejor que se puede decir de un literato una vez encaminado hacia la posteridad, lo que lo perpetúa y le redime de cualquier delito que haya podido cometer a punta de pluma, es algo tan simple como que le gustaba escribir. Y a Umbral le gustaba escribir. Amaba su oficio. Le encantaba esta extraña manía de poner una palabra detrás de otra, siempre que se cumplieran ciertas reglas, naturalmente. Y la primera de todas era el estilo.
El estilo en la escritura y también en la vida. Porque es cierto que el Francisco Umbral columnista, memorialista, novelista, creó un personaje Francisco Umbral que le acompañaba como una sombra alargada. Era el producto de una indisimulada vanidad sin la cual tal vez no se puede entender la peripecia literaria de Francisco Pérez Martínez, aquel muchacho de Valladolid llegado un día al café Gijón decidido a conquistar un lugar en la sociedad cultural por cualquier medio. Parte de la operación consistía en cultivar una especie de malditismo mesetario entre dandy y cañí que tal vez le abriera ciertas puertas, entre ellas la de la fama popular, pero que acabaría pasándole factura.
En este país donde se lee tan poco, la mayoría de la gente conoció a Umbral a través de los caricatos que impostaban su voz de ultratumba, se calzaban unas gafas de pasta y una bufanda blanca y decían dos o tres frases de repertorio sacadas de sus momentos estelares en la televisión. Ese fue el precio que hubo de pagar por la puesta en escena del personaje Umbral. Pero al lado de todo eso había una prosa formidable labrada día a día en las columnas de prensa y año a año en la continuidad de sus libros vertiginosos y desiguales. Nadie con un mínimo de criterio podrá negar la conmovedora maestría de Mortal y Rosa, la agudeza de Las palabras de la tribu o de La leyenda del César Visionario, la emoción evocadora de El hijo de Greta Garbo, el valor testimonial de Travesía de Madrid, por destacar ahora sólo algunos de sus libros.
Todos los que crecimos en el columnismo a la sombra de Umbral –los entonces jóvenes de lo que el llamó la coleguidad- hemos bebido de su ejemplo de manera directa o indirecta. Hubo una época en que florecieron por doquier umbralitos que imitaban sus binomios con barra, sus latiguillos coloquiales, sus neologismos audaces y sus hipérboles barrocas. Otros preferían –preferíamos- mirar más en profundidad para intentar aprender algo de su lirismo, de su audacia, de su constancia y sobre todo de su amor al idioma. Sigue siendo un enigma que la Academia no acogiera en su seno al principal prestidigitador de las palabras del siglo XX, después de Valle-Inclán, pese a contar entre sus admiradores con un padrino de la influencia de Lázaro Carreter.
Umbral fue un clásico que jugaba a ser moderno, un apolíneo disfrazado de dionisíaco, un sentimental con apariencia de cínico. Rezumaba literatura por todos sus poros, ya fuera en la frivolidad de una crónica de sociedad, ya en el atormentado ensimismamiento de una novela intimista. Hoy, más allá de excesos, de tropiezos y de contradicciones, la figura de Francisco Umbral se levanta imponente sobre el paisaje de nuestras letras de una larga época. El juicio final del lenguaje lo absolverá de sus culpas y pondrá en claro sus méritos.
(Publicado en Diario de Navarra, 29.8.07)
El estilo en la escritura y también en la vida. Porque es cierto que el Francisco Umbral columnista, memorialista, novelista, creó un personaje Francisco Umbral que le acompañaba como una sombra alargada. Era el producto de una indisimulada vanidad sin la cual tal vez no se puede entender la peripecia literaria de Francisco Pérez Martínez, aquel muchacho de Valladolid llegado un día al café Gijón decidido a conquistar un lugar en la sociedad cultural por cualquier medio. Parte de la operación consistía en cultivar una especie de malditismo mesetario entre dandy y cañí que tal vez le abriera ciertas puertas, entre ellas la de la fama popular, pero que acabaría pasándole factura.
En este país donde se lee tan poco, la mayoría de la gente conoció a Umbral a través de los caricatos que impostaban su voz de ultratumba, se calzaban unas gafas de pasta y una bufanda blanca y decían dos o tres frases de repertorio sacadas de sus momentos estelares en la televisión. Ese fue el precio que hubo de pagar por la puesta en escena del personaje Umbral. Pero al lado de todo eso había una prosa formidable labrada día a día en las columnas de prensa y año a año en la continuidad de sus libros vertiginosos y desiguales. Nadie con un mínimo de criterio podrá negar la conmovedora maestría de Mortal y Rosa, la agudeza de Las palabras de la tribu o de La leyenda del César Visionario, la emoción evocadora de El hijo de Greta Garbo, el valor testimonial de Travesía de Madrid, por destacar ahora sólo algunos de sus libros.
Todos los que crecimos en el columnismo a la sombra de Umbral –los entonces jóvenes de lo que el llamó la coleguidad- hemos bebido de su ejemplo de manera directa o indirecta. Hubo una época en que florecieron por doquier umbralitos que imitaban sus binomios con barra, sus latiguillos coloquiales, sus neologismos audaces y sus hipérboles barrocas. Otros preferían –preferíamos- mirar más en profundidad para intentar aprender algo de su lirismo, de su audacia, de su constancia y sobre todo de su amor al idioma. Sigue siendo un enigma que la Academia no acogiera en su seno al principal prestidigitador de las palabras del siglo XX, después de Valle-Inclán, pese a contar entre sus admiradores con un padrino de la influencia de Lázaro Carreter.
Umbral fue un clásico que jugaba a ser moderno, un apolíneo disfrazado de dionisíaco, un sentimental con apariencia de cínico. Rezumaba literatura por todos sus poros, ya fuera en la frivolidad de una crónica de sociedad, ya en el atormentado ensimismamiento de una novela intimista. Hoy, más allá de excesos, de tropiezos y de contradicciones, la figura de Francisco Umbral se levanta imponente sobre el paisaje de nuestras letras de una larga época. El juicio final del lenguaje lo absolverá de sus culpas y pondrá en claro sus méritos.
(Publicado en Diario de Navarra, 29.8.07)
5 comentarios:
Romera: de siempre he sabido que el aprecio comienza en la admiración, en este caso, la que siento por ti. Nunca como hoy lo había sentido tan elevado.
Se agradece, Lucía.
José Mari, tu artículo es formidable. A mí también me produce muchísima admiración. (Ricardo Pita)
Magnífico artículo, José María.
Me queda una duda sobre Umbral: si un gran escritor puede permitirse colocar tanta paja entre el grano. Por supuesto que no hay nadie en la historia de la literatura cuyos textos sean sublimes del primero al último. Siempre hay altibajos, títulos menos conseguidos, páginas menos brillantes... Pero la velocidad a la que escribía Umbral (y, al parecer, la presión de las editoriales) hizo que pusiera en el mercado algunos títulos bastante endebles. De hecho, escribió un centenar y estos días todos nos estamos acordando de no más de una docena o quizá veinte como mucho. ¿No crees que su lugar en la historia de la literatura española sería algo más relevante si no existieran esos libros de 'usar y tirar'?
César, tengo la impresión de que él distinguía perfectamente entre sus piezas literarias valiosas y las infumables. A las primeras les dedicó mucha atención, revisando los textos hasta lo enfermizo. Incluso creo que en ocasiones peca por exceso, con demasiada ‘calidad de página’, con más manierismo y sobrecarga de estilo de lo necesario. Las otras, por el contrario –a veces refritos, piezas de cortar y pegar, incursiones oportunistas en la actualidad más ramplona- le traían al fresco. Su error fue suponer que la gente iba a hacer la misma distinción a la hora de juzgarlo.
Hablaba la otra mañana en la radio Luis del Val del “sentido práctico” de Umbral. Un eufemismo para decir codicia. Supongo que sus editores supieron tentarle para que de vez en cuando se olvidara del buen nombre y cogiera a cambio el cheque.
Pero a mí me sigue asombrando de vez en cuando hasta en los artículos más circunstanciales o los libros más alimenticios.
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