En
principio parece raro que el humo, símbolo de muerte según nos enseñaron los
ascetas barrocos, sirva también para designar las vanidades mundanas. Pero el
humo de la cremación nada tienen que ver con el humo al que aluden fórmulas
como «tener muchos humos» o «subírsele los humos (a la cabeza)», de origen
distinto. Mediante ellas, el idioma remonta los tiempos y nos conduce a épocas en
que el humo era signo de distinción. Dice Covarrubias en su Tesoro de la
lengua castellana que tener muchos humos —o muchos «fuegos»— era tanto como
tener muchas propiedades. Las chimeneas pregonaban la grandeza de la posesión y
si además se veía salir humo de ellas era señal de que dentro había calor y
comida, confort y abundancia. En las descripciones geográficas antiguas
aparecen con frecuencia menciones de aldeas de un número determinado de humos, para
indicar su dimensión (de hecho, todavía el Diccionario registra una acepción
arcaizante de «humo» como sinónimo de casa u hogar). En la cultura del
«tanto tienes, tanto vales», es normal que este humo acabara identificándose
con la presunción, el orgullo y la arrogancia. Otra forma de ufanarse de
categoría social era colocar en el exterior de las propiedades estatuas de los
antepasados, más valiosas cuanto más oscurecidas (con más «humos», según
Covarrubias) se las veía por efecto del tiempo. Sea como fuere, es frecuente
encontrar en nuestros clásicos expresiones como «tener humos de
aristocracia», «darse humos de sabio» o «subírsele
los humos de la soberbia». Y, en el otro extremo, «bajar los humos» como
forma de aplicar al engreído una cura de humildad, de darle una lección, de
corregir su insolencia.
1 comentario:
Comienzo a leer una de tus entradas y continúo con el resto del tirón. A cada cual más interesante... te felicito por la claridad de la expresión y riqueza de los contenidos.
Un saludo.
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