
Cuando en la cadena hablada surge una repetición léxica molesta al oído, es costumbre que el hablante se justifique con una vieja fórmula: «valga la redundancia». Es como si confesara ser consciente de que ha incurrido en un defecto de expresión y pidiera disculpas por ello. Pero el giro tiene también algo de arrogante indulgencia para con los propios errores. Al oír ciertos «valga la redundancia» da la impresión de que el emisor está dando por buena la falta en lugar de avergonzarse de su desidia verbal. Lo más curioso de la fórmula, sin embargo, no es esto. Como es sabido, su función metalingüística cobra sentido en el lenguaje oral, pero no así en el escrito. En la escritura es posible enmendar los errores mediante el sencillo procedimiento de tachar lo anotado y volver a escribirlo de otra forma más correcta o elegante, cosa que no ocurre al hablar. Pues bien, últimamente empieza a leerse «valga la redundancia» también en los papeles, y no precisamente con sentido jocoso sino acompañando a una torpe repetición de palabras. Y es aquí donde no vale en modo alguno. Si uno repara en la falta cometida, lo que debe hacer es tomarse la molestia de volver atrás y reformular sus ideas en otros términos, en vez de recurrir al perezoso procedimiento de insertar la locución de marras. Procedimiento al que, por cierto, sólo recurrimos en el caso de las duplicaciones léxicas pero no en otros errores comunes. No es frecuente decir «valga el anacoluto», «valga el vulgarismo» o «valga la falta de concordancia». ¿Qué tendrán las redundancias para que el idioma se muestre tan comprensivo con ellas?
Publicado en 'Juego de palabras', del suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 20.9.08.
Publicado en 'Juego de palabras', del suplemento cultural 'Territorios' de El Correo, 20.9.08.