27 de agosto de 2010

CRECER


Entre el final de la última temporada y el comienzo de esta que se nos viene encima, el fútbol ha estado a punto de alcanzar el ideal del movimiento perpetuo, de la orgía continuada en la que un espasmo sucede a otro sin dar tiempo al respiro. Ha habido fútbol todas las semanas, casi todos los días y a todas horas. Es un error. No hay deseo que perdure si no se le somete a la prueba de la ausencia. Para saborear algo es preciso haberlo añorado. Sin embargo la burbuja futbolera ha alcanzado tales dimensiones que no respeta ni el sagrado ayuno de agosto. Ni siquiera el éxtasis de Johannesburgo ha servido para concederse una pausa durante la que los hinchas descubrieran que hay vida después del fútbol, aunque sea vida vegetativa, y los no aficionados pudiesen leer periódicos que no tuvieran forma de balón. Sin dar tiempo a lavar las camisetas del año pasado, la liga vuelve a accionar su noria trayendo cierta sensación de cosa vista, de cantinela tediosa que se plagia a sí misma.

Pero si uno observa con atención las evoluciones de los protagonistas percibe alguna novedad distinta de los consabidos cambios de cromos. El fútbol, además de ser un arma de distracción masiva, un colosal negocio, una religión intocable, tiene otras propiedades. Una de ellas es la capacidad de creación lingüística. No sólo inventa palabras y modismos que acaban cuajando en el habla común ―desde «meter un gol» a alguien hasta «casarse de penalti»―, sino que pone de moda términos ya existentes que por alguna extraña razón los hablantes repiten como contagiados por algún raro virus verbal. Así ocurrió hace poco con ese «sí o sí» que empezó aplicándose a la necesidad de ganar un partido ‘sea como sea’ o ‘de cualquier manera’, y que ya ha conseguido desplazar a estas locuciones incluso en el habla política.

Pues bien, lo nuevo de este año es el uso del verbo «crecer». Lo habrán notado. No hay nuevo fichaje que no se incorpore a filas dispuesto a «seguir creciendo» como futbolista ni equipo cuyo objetivo principal no sea «crecer» en la competición. Una de dos: o los jugadores son enanitos o leen demasiados libros de autoayuda, cosa bastante improbable. La aspiración de crecer (no mejorar, avanzar, madurar, perfeccionarse, subir de categoría o de cotización: crecer) es un motivo recurrente en todas las declaraciones. Esa vocación de geranio habla de la falsa modestia con que el nuevo modelo de estrella deportiva se muestra ante la masa, sin ningún engreimiento, con humildad de aprendiz. Pero también insinúa el reconocimiento de la simpleza pueril que late en la sustancia del fútbol: un juego practicado por niños para infantilizar a otros niños, todos ellos necesitados de crecer. Y no lo dice quien escribe estas líneas, sino los propios protagonistas. No les exijan victorias; limítense a seguir sus andanzas con un metro en la mano. A ver si crecen de una vez. Y callan.

Publicado en El Correo, 27.8.2010

(Lo que no sabía es que también lo dicen los jugadores de baloncesto, cosa que no deja de tener su miga).

26 de agosto de 2010

CÓNYUGE

Qué decir de ese señor alcalde que oficia la ceremonia de boda, y que se presenta en el salón ataviado a tono con el acontecimiento, o sea, en mangas de camisa, remangado hasta arriba del codo, el pecho al aire, y tramita el asunto de un plumazo, limitándose a recitar el formulario, si bien peleando denodadamente contra cierta dificultad lectora que le obliga varias veces a detenerse a mitad de párrafo y volver al principio, y que, para redondear la solemnidad y el alto nivel del acto, pronuncia en tres ocasiones «cónyugues» (sic), tras lo cual, después de haber hecho firmar a los contrayentes y los testigos con unos bolis bic cristal mordisqueados, da por terminada la ceremonia y vuelve camino de su despacho con ese aire de dignidad e importancia que adquieren las autoridades en las grandes ocasiones. Cónyugues, vaya.



Pero ya lo vio Cervantes hace cuatro siglos:

BACHILLER.― Vaya de examen, pues.
HUMILLOS.― De examen venga.
BACHILLER.― ¿Sabéis leer, Humillos?
HUMILLOS.― No, por cierto, / ni tal se probará que en mi linaje / haya persona de tan poco asiento, / que se ponga a aprender esas quimeras, / que llevan a los hombres al brasero, / y a las mujeres a la casa llana. / Leer no sé, mas sé otras cosas tales / que llevan al leer muchas ventajas.
BACHILLER.― Y ¿cuáles cosas son?
HUMILLOS.― Sé de memoria / todas cuatro oraciones, y las rezo / cada semana cuatro y cinco veces.
RANA.― Y ¿con eso pensáis de ser alcalde?
HUMILLOS.― Con esto, y con ser yo cristiano viejo, / me atrevo a ser un senador romano.




(Miguel de Cervantes, La elección de los alcaldes de Daganzo, en Entremeses, ed. de Florencio Sevilla Arroyo).

24 de agosto de 2010

SOL DE JUSTICIA

Días de calor sofocante.

―Cae un sol de justicia ―dicen.

Con el verano regresan algunas manifestaciones de prosa derretida como esa que invariablemente relaciona los calores con el «sol de justicia». Es la imagen del mediodía despejado, con el sol en lo alto como un verdugo implacable que imparte su «justicia» y aplica la condena de forma inmisericorde. Que «ajusticia», diría la ministra Chacón. Pero la locución, por gráfica que sea, tiene otro origen bien distinto. Desde los primeros tiempos del cristianismo fue costumbre referirse a la figura de Jesucristo con metáforas elogiosas, relativas a sus atributos y cualidades superiores. Entre estas imágenes destacaba la de «Sol Iustitiae» o «Sol de justicia», una de las muchas en que la imagen divina hereda la forma simbólica de otras divinidades paganas precedentes. Así lo menciona Fray Luis de León en De los nombres de Cristo, y con ese aspecto aparece pintado en abundantes cuadros, frescos, retablos y estampas religiosas donde se le muestra emanando rayos luminosos.




El «sol de justicia» aplicado a la intensidad del calor solar deriva, por tanto, de los sermones y los rezos de iglesia, en los que muchas veces los fieles no captaban el sentido sino la literalidad. Por eso no es de extrañar que lo sacaran fuera del templo para dar más énfasis a los rigores de la canícula, sin prestar demasiada atención a su significado. Es el tiempo quien hizo el resto, vinculando la inclemencia del astro con la supuesta dureza de la justicia, y encontrando una metáfora donde no la había.

23 de agosto de 2010

Piquiponadas de ministra

Uno de los desvaríos lingüísticos que se atribuyen al inefable Joan Pich i Pon se produjo en un discurso suyo pronunciado desde el balcón principal del ayuntamiento barcelonés. El entonces alcalde de la Ciudad Condal atravesaba una temporada difícil, acusado de enriquecimiento ilícito. Sin embargo le acababan de entregar una distinción honorífica, que él recibió como una reparación personal a la que correspondió con estas palabras: «Por fin me han ajusticiado».

Quería decir, claro, que por fin le habían «hecho justicia». Décadas después, la ministra de Defensa Carme Chacón ―paisana, por cierto, del legendario alcalde― ha rememorado aquella antológica piquiponada al decir, a propósito de los piratas somalíes capturados en la operación Atalanta, que va a buscar «los acuerdos necesarios para que puedan ser ajusticiados con procesos justos».

Seguramente los piratas han dado muchos quebraderos de cabeza a nuestra ministra, pero no sé si eso es razón suficiente para anunciar medidas tan drásticas. Tal vez bastaría con que se les «juzgue», se les «enjuicie» o se les «aplique la justicia». Más que nada, porque para «ajusticiarlos» habría que cambiar la Constitución.

11 de agosto de 2010

'BALCONING'



Así que balconing. Bueno. Al oírlo en la tele uno pensó que se trataba de la ocurrencia léxica de algún becario. Porque este verano los becarios vienen pegando como nunca en todas las cadenas, en la radio, en la prensa. Pero no. El neologismo aparece en varios sitios, tal vez porque la actividad hace furor en las concurridas residencias para adolescentes borrachos de nuestro animado litoral.

8 de agosto de 2010

Imagen


No cabe duda de que la gente cuida cada vez más su imagen. Especialmente los jóvenes, ellos y ellas. Da gusto verlos tan acicalados, tan pizpiretos, marcando tendencia. Son conscientes de que vivimos en la era de las apariencias y de que, dada la vertiginosa velocidad con que se suceden nuestros encuentros personales, es forzoso causar una impresión favorable al primer vistazo. Al menos esa es la explicación que nos brindan los sociólogos. Si no caes bien de golpe, estás perdido. De ahí su preocupación por tallarse el cuerpo en el gimnasio y bruñirlo en el solárium. Y los cortes de pelo. Y las cremitas. Y esas arrugas, por Dios, con lo sencillo que resulta pedirle a papá que nos costee un planchado de piel, un recauchutado de labios, una liposucción de flancos. En cuanto a la ropa, hay que salir de casa hecho un pincel, las camisas impecables y los pantalones a la medida exacta. Hasta aquí, perfecto. Un poco obsesivo tal vez, pero señal de cierta inquietud artística y hasta se diría que de respeto por uno mismo y por los demás. Lo sorprendente es que en toda esa operación de alta cosmética se haya desatendido otro signo externo del buen gusto: el uso de la lengua. Ves un chaval aseado, cuidadosamente vestido, de gestos exquisitos y oliendo a nardos, que nada más abrir la boca suelta una ordinariez a medio camino entre el eructo y la cacofonía. O la niña que va hecha un brazo de mar, derramando lisura, se diría que recién bajada de una pasarela de moda, pero que berrea por el móvil a voz en grito con sintaxis balbuciente y léxico de gañán. La extrañeza aumenta con la sospecha de que se expresan así deliberadamente, como si esos tacos o esos solecismos fueran el complemento idóneo para redondear la imagen pretendida. Uno se pregunta quién les ha engañado. De dónde habrán sacado la errónea conclusión suicida de que hablar bien afea el aspecto, y en cambio maltratar el idioma y los oídos ajenos forma parte de la fina estampa. El caso es que ahí van, bárbaros disfrazados de dandys, delicadas damiselas que envuelven una vacaburra, condenados todos a darse el tortazo en las entrevistas de trabajo. Una lástima.


Publicado en Diario de Navarra, 7 agosto 2010